Fabian Pérez: "Estuve en el Valle de los Caídos y lo que vi no le gustaría ni al mismísimo Franco"

“¿Dos adultos? 18 euros”, exclama el vigilante de la entrada. Segundos antes, el mismo individuo respondía al coche de delante con un “Eso era con Zapatero”, en un tono que denotaba que las cosas habían mejorado desde entonces. Pie en el acelerador y a visitar el monumento de nuestro país más mencionado en las últimas semanas. El Valle de Cuelgamuros, como se conoce el espacio geográfico. El Valle de los Caídos, como se conoce a la modificación realizada en este lugar por la mano del hombre. El lugar en el que están enterrados Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera, como lo asocian muchos.
Para acceder a la basílica es necesario tomar una carretera sinuosa, a cuyos lados encontramos señales que advierten de la fauna del lugar. Cuatro columnas –dos a cada lado de la carretera– recias y sobrias marcan, de alguna manera, el inicio del viaje. Algo así como una señal que advierte que, si se avanza un paso más, no se podrá retroceder. Poco después, un puente adornado señorialmente, más curvas y un cruce que termina por guiarnos: a la derecha –¡qué cosas!–, el monumento.
Aparcamos. Muchos visitantes. “¿Vendrán por lo mismo que yo?”, me pregunto. Llegados a este punto, es de recibo afirmar que el motivo de mi visita es sencillo: visitar la tumba de Franco antes de que deje de ser la tumba de Franco y, de paso, analizar desde mi humilde punto de vista si El Valle de los Caídos es un monumento de reconciliación y de homenaje a las víctimas de la Guerra Civil.
Gente apelotonada en el entorno de la puerta. Mucha gente. Un detector de metales en el punto en que la luz solar empieza a flaquear. Lo superamos sin problema. Un pasillo larguísimo. De hecho, la longitud de la nave central era superior a la de San Pedro del Vaticano, pero la Santa Sede se negó a consagrarla y hubo que reducirla ampliando la entrada. Descendemos unos escalones flanqueados por esculturas vigoréxicamente religiosas y continuamos por la nave central.
Oscuridad. Ni rastro de luz natural, solo bombillas a los laterales –no demasiadas–en candelabros con forma de espada. Entre las tenues fuentes lumínicas, también a los lados de la nave, altas estatuas con capa vigilan a los que allí nos adentramos. Lo hacen cabizbajas, ocultando su rostro. La atmósfera es lúgubre, solo acondicionada por la cantidad de visitantes congregados aquí dentro en este sábado de julio.
De repente, surgen los ‘Tapices del Apocalipsis’ intercalados entre las estatuas y los candelabros. Una ligera subida de escalones y descubrimos que ahí está: la parte de la basílica destinada al rezo. Mucha más gente. Muchísima. Y una tumba al llegar al altar. Entre algún que otro ramo de flores, un nombre: José Antonio Primo de Rivera. La gente hace fotos a la lápida; otros muchos la miran de reojo y todos se dirigen al otro extremo del altar, el que está al fondo de la basílica y que, según el derecho canónico, está destinado para el obispo o la autoridad eclesiástica del lugar. Pero allí no hay ningún obispo. Allí está él: Francisco Franco Bahamonde. Un gallego que, como muchos, dejó su tierra, echó raíces y terminó enterrado lejos del noroeste peninsular. Nada por lo que crisparse. De no ser por algún que otro matiz en el que aquí no ahondaremos.
Ahí está él. O lo que queda de él. Coronado con una lápida. Su nombre, su primer apellido y una cruz. Nada más. Como si eso fuese lo exactamente necesario para identificar el lugar. Y lo es, no hay más que ver las reacciones de la gente. Reacciones que van desde las flores depositadas, muchas más que en la tumba de Primo de Rivera, hasta la marabunta que allí se agolpa.
Gente que se salta el letrero de la entrada de ‘Prohibido fotos’ y gente que no se quiere ir de aquí sin su instantánea ante la tumba de Franco; como si eso fuese lo único que les ha llevado a visitar ese lugar. De hecho, no hay mayor verdad que esa.
Gente haciendo cola para posar en grupo, al más puro estilo equipo de fútbol. Parejas que, como si de recién casados se tratase, posan junto a la lápida de Franco como si la instantánea fuese un souvenir indispensable para poder regresar a casa. Familias que se hacen su foto de recuerdo. Amigos que se colocan, entre sonrisas y de manera individual, ante las cinco toneladas de roca mientras un servidor recuerda aquel “Si Franco levantara la cabeza…” que tanto escuchaba de pequeño y que ha quedado cada vez más descatalogado con el paso del tiempo.
También los hay devotos. Está, por ejemplo, el padre que le dice a su hijo “Vamos, Juan, ponte bien en el centro para salir con el Caudillo” y algún que otro que ha acudido al monumento por convicción. Este grupo de gente se caracteriza por portar, en su mayor parte, los colores de la bandera de España en algún punto de su vestimenta.
Sobre el altar, una cúpula con un mosaico precioso. Precioso, sí, con teselas doradas que Dios sabe –nunca mejor dicho– lo que debió de costar colocarlas. En el mosaico se aprecian las ‘consecuencias’ de la Guerra Civil de una manera sesgada: un bando, al que distinguiré como ‘Los Buenos’, ascendiendo al cielo donde les espera Jesucristo con el brazo repartiendo bendiciones; otro bando, al que denominaré ‘Los Malos’, implorando, más alejados, sus pasajes al Paraíso. A ambos extremos del transepto, dos criptas con sendos altares rinden homenaje a las víctimas de la guerra, ubicadas al otro lado de las paredes.
En el camino de regreso me sigo cruzando con gente. Gente que va con la idea de rendir homenaje a un dictador y gente que va con el deseo de visitar este rocambolesco enclave antes de que el creador –nótese la minúscula– sea retirado de su tumba. Unos representan una ideología clara, otros suman entre sí varias ideologías. Por suerte, o por desgracia, es el metal lo único que activa el detector de la entrada.