El amor está en el aire y en la cabeza: un estudio desvela el lugar del cerebro donde se encuentra


Un estudio realizado por científicos de Canadá ha concluido que el amor se encuentra en la zona del núcleo estriado y la ínsula
Aunque se originan en la misma zona, el cerebro asocia al amor un peso específico que lo distingue del deseo sexual
Los científicos, aunque los queremos, tienen fama de arruinarnos las creencias hijas de la poesía y el mito. Uno se pasa la vida convencido de que el amor es un azar transformador, el descenso de los viejos dioses a la tierra para indicarnos que hemos de mirar al otro, y hemos de mirarlo con verdad, y aceptar este milagro embaucador y… stop, amor romántico, pereza mineral.
Las batas blancas lo tienen claro: esas mariposas de mierda que te suben por la espina dorsal cuando miras al otro no son más que un batallón de químicos orquestados por tu cerebro, que con sinapsis de hierro dicta quién va a convertirse en tu crush y quién te parece un murciélago albino a la salida del baño de la discoteca.
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Y así como, con el paso de las décadas, el ejército de batas blancas que mueve el mundo ha descubierto en qué cajita guardamos nuestros recuerdos, o dónde están alojadas la ira o el miedo y todas las emociones fuertes (sistema límbico, hipocampo, amígdala… aún no ha llegado a decirnos dónde se esconde la poesía, estos bastardos), ahora también han conseguido cercar en emboscada otra verdad revelada: parece que ya saben en qué parte de tu cerebro se encuentra el amor
Deseo, amor, sustancias
La conclusión es parte de un estudio realizado por científicos de la Universidad de Concordia, en Canadá, publicado en la Journal of Sexual Medicine, aunque en realidad son varios experimentos distintos los que se han aproximado a esta curiosa coincidencia. El amor con que miramos al cuerpo de nuestros desvelos borbotea en la misma zona que lo hace el deseo sexual (y por desgracia, también, es la misma que se enciende si nos hacemos adictos a las drogas).

El coautor del estudio, Jim Pfaus, comenta la posibilidad (plausible) de que estos dos factores, deseo y amor, no coincidieran. Los responsables de la investigación se dieron cuenta de este ‘match’, lógico a ojos del profano, cuando hicieron que los sujetos miraran fotografías de sus seres queridos e imágenes subidas de tono; y aunque es ciertamente creepy que un bukake pueda encender las mismas luces que la foto de tu madre besándote en la mejilla frente a la tarta de tu cuarto cumpleaños, la ciencia es la ciencia. Puede que nos guste contradecirla, pero al final siempre tiene las de ganar en las conclusiones que transformarán nuestra vida y nuestra forma de ligar.
‘Dichosos los ojos que encumbran su belleza, señorita, a mi ser desangelado le fenecen las fuerzas’ podría transformarse en: ‘Mis niveles de epinefrina escalan posiciones, procedo a subsumir mis sinapsis por usted’.
¿Pero dónde está escondido el amor?
Hay truco. El estudio de la universidad de Concordia se centra en dos partes de nuestro cerebro para trazar este mapa maravilloso desprovisto de toda elaboración simbólica (cartas, glosas, hincado de rodilla en la tierra, cásese conmigo, siempre voy peinado): el núcleo estriado y la ínsula. Con una salvedad: el deseo sexual y el amor estimulan estas dos áreas, pero no así las neuronas implicadas en ambos procesos.

La zona que estimula el deseo sexual es la misma que se pone en marcha con los inputs o estímulos que nos producen placer instintivo, mientras que con el amor hay algo de trampa: la zona del cerebro vinculada al sentimiento amoroso sufre de condicionamiento, nuestro cerebro le atribuye un valor, así que instintivamente (o químicamente) le damos carta de naturaleza y peso. Ambas emociones se procesan en un rincón distinto del núcleo estriado. Así que hay veces que el cerebro no quiere que tu deseo sea solo deseo y le da una nueva casa; y una fuerte y robusta, una casa seria, con autoridad. En fin, por eso no puedes acostarte con tu madre, te lo tengo dicho.

Otra de las conclusiones más interesantes del estudio es para los que defienden que el ser humano no está hecho para querer a una sola persona, excusa muy a mano cuando en una noche desenfrenada le has puesto la cornamenta a tu pareja. Al parecer, cuando el cerebro activa la palanca del amor también pone unos cuantos contrafuertes y muchas veces cose un sentimiento a otro: la monogamia. Pfaus sentencia sobre nuestra adicción ‘cerebral’ a alguien. El amor, parece decir, es una costumbre que hace que nuestro cerebro se enganche, y por eso esa misma zona del cerebro levanta la manita con el tema de las drogas. En ambos casos, es un hábito (amor y drogas) que el cerebro vincula con la recompensa.