Griegos, egipcios, canadienses… ¿Quién dividió las horas, los minutos y los días tal y como los conocemos?


La división del tiempo en días, horas y minutos es una construcción humana que tuvo su origen de manera intuitiva, hace miles de años. En Yasss te contamos por qué surgió.
Nuestros días están regidos por las estrellas. No, no hablamos del horóscopo ni las cartas astrales, si no de los días… literalmente. El mismo punto de la tierra se enfrentará al sol en la misma posición cada 24 horas, es decir, cada día. Este tiempo se divide, a su vez, en dos partes de 12 horas: la noche y el día. Los estudios apuntan a que esta división parte de los egipcios, aunque a quien realmente le debemos la concepción del tiempo tal y como la conocemos (con sus días, sus horas y sus manecillas del reloj) es a un ingeniero canadiense, Sandford Fleming.
Fleming, nacido en Canadá en 1827, es principalmente conocido por la creación del Horario universal y del sistema de 24 horas. Cada una de ellas se corresponde con un huso horario, que parten del Antimeridiano de Greenwich, la línea internacional que señala el cambio de fecha. Todo ello salió de la cabeza de este ingeniero, el responsable del primer sello postal canadiense, que trabajó como pocos la topografía y los trenes de su país antes de dedicarse a defender su modelo horario delante de las organizaciones de turno.
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El origen del tiempo
Coge un reloj que tengas por casa: comprobarás que los días se forman por bases de 12 (la mitad de una jornada, es decir, la cantidad de horas que teóricamente tiene una noche y un día), pero las horas y minutos se forman por base de 60. Esto es gracias a antiguas civilizaciones como la mesopotámica, la griega o la egipcia, que definieron las divisiones de tiempo que hoy conocemos.
Por ejemplo, en lo que se refiere al concepto de día, suele darse crédito a los egipcios, que parece que fueron los primeros en dividir un día en fragmentos. En su caso, comprobaron que durante la vigilia aparecían doce estrellas, y es por eso que dividieron la noche en ese número de partes. Al final, hicieron lo mismo con el día por equiparación.
Mientras, construyeron herramientas sencillas que les permitiesen contabilizar el tiempo pasado o por delante, como los relojes de sol. A priori, no es más que una estaca que se coloca en el suelo para medir la longitud y la sombra, pero si te lo montas bien, puedes tener una barra que mida tus jornadas. Esa herramienta ayudó a asentar la división del día y la noche (dos periodos distintos, con luz y oscuridad) de doce partes cada una. Esta idea se estandarizó para todo el mundo y se asumió en distintas culturas.

Por su parte, el origen de las horas se atribuye a la mitología griega. Si nos ponemos helenísticos, el número de ellas en que se divide tanto el día como la noche parece hacer referencia a las 12 hermanas (al principio eran tres: Talo, Carpo y Auxo) que, según las narraciones, servían a los dioses, protegían las puertas del sagrado Olimpo y determinaban el orden de la naturaleza y la fertilidad de la Tierra. Pero, si hablamos de la composición de las horas, de 60 minutos cada una, parece que tiene que ver con el pueblo babilónico, que utilizaba el sistema sexagesimal para sus cálculos astronómicos.
Ese es el motivo de que tengamos horas de sesenta minutos y que estos se dividan, a su vez, en 60 segundos cada uno. Remitiéndonos a la filología, los nombres de estos conceptos atienden a una secuencia lógica: en latín, ‘minutus’ significa pequeño (¿te suena la palabra ‘diminuto’?), y ‘secundus’, “lo que sigue a lo primero”. No tiene mucho más
De vuelta con el canadiense
El caso es que esas ideas se extendieron por muchos territorios, pero no por todos. En muchas zonas, no existía cambio ni conciencia temporal, lo que dificultaba las relaciones internacionales que se estaban fraguando en el siglo XIX. En ese contexto nació Fleming, en Escocia, aunque se mudó a Ontario con su hermano mayor a los 17 años. Allí desarrolló su inventiva y trabajó como geógrafo y cartógrafo; poco a poco fue escalando puestos y mejorando su posición, hasta convertirse en el encargado de la supervisión del ferrocarril que enlazaría las provincias de Quebec. En todos esos puestos, el tiempo era fundamental.

La historia dice que la idea del Tiempo Estándar Universal le asaltó después de perder un tren en Irlanda, en 1876, porque el horario impreso decía p.m., en lugar de a.m. Después de darle vueltas, Sanford propuso un horario universal de 24 horas ubicado en el centro de la Tierra (el Antimeridiano de Greenwich), la referencia y el punto de partida, desde ese momento, para los usos horarios. Su idea se aceptó a medias en la Conferencia Internacional del Meridiano, en 1884, aunque después de varias décadas se comprobó que su proyecto era el mejor. Hacia 1929, todos los países habían adoptado su propuesta.